Graciela esperaba el final del concierto con la mirada perdida.
Las notas del piano se escurrían a través del colmado auditorio que escuchaba
extasiado el punto más álgido de una pieza que moría en estado de clímax.
Pensar en la vuelta al hogar la sacaba de cualquier escenario real, por más
bello que sea. Miles de especulaciones pasaban por su cabeza imaginando el
momento en que la llave abriera la puerta del departamento. Esa puerta
convertida en frontera del mundo exterior con el de la intimidad. Dichos mundos
estaban tan separados últimamente que parecían producto de una realidad
esquizofrénica, como en esas películas donde el protagonista no puede
distinguir sus vivencias de los sueños (o pesadillas).
En la esquina de la Facultad de Derecho se despidió de sus amigas
y se puso a esperar el colectivo rodeada de un grupo de personas que salieron
con ella del concierto. Una vez sentada en el autobús, pensó en lo que iba a
cocinar para su marido y su hijo. El solo hecho de imaginar la sonrisa del niño
esperándola del otro lado de la puerta le daba fuerzas para seguir. Aún se le
estrujaba el corazón al recordar las cristalinas palabras de Martincito que, en
la mesa de un local de comidas rápidas, le preguntó: ¿Cuándo nos separamos mamá?
El pestillo de la puerta cedió ante el giro de la llave y, tal
como había imaginado, su hijo la esperaba con un abrazo y un beso. La mujer
dejó la cartera en la mesa del living y se dirigió al cuarto matrimonial donde
saludó a su marido que estaba acostado mirando un partido de fútbol. Sin
descansar, se fue a la cocina para preparar milanesas con puré y cuando terminó
le llevó una bandeja a León que seguía postrado bajo las mortecinas luces del
aparato televisivo. No hubo agradecimiento. El hombre consideraba la tarea como
una obligación matrimonial.
Martín y Graciela comieron en la mesa de la cocina y, al terminar,
el niño pidió ir al cuarto de la madre para leer un libro. Se sentaron en un
colchón que estaba tirado al lado de la biblioteca blanca que cubría la pared
entera. El escritorio se había convertido en una improvisada habitación, en un
precario refugio. Mientras Graciela leía con su dulce voz el libro de aventuras
de su hijo, la puerta se abrió violentamente y madre e hijo se corrieron hacia
atrás en un acto reflejo. León comenzó a gritar, amenazando de muerte a la
mujer. Martin escuchaba a medias lo que su padre vociferaba. Algo sobre las
compras, la falta de limón para las milanesas, un reproche insignificante,
ridículo para esa reacción.
León se transformaba cada vez más seguido. El odio que manifestaba
hacia su mujer (o hacia las mujeres en general) se contrastaba con su
apariencia de señor ingles en las reuniones familiares. Por momentos, en la
intimidad, realizaba ocurrentes chistes y se mostraba cariñoso con su esposa y
su adorado hijo varón. Ahora la máscara se le caía y en esa habitación
zarandeaba a su esposa de los pelos, empujándola hacia el duro parquet de
madera. Graciela, que escapaba a gatas hacia el living, le gritó a su hijo
que vaya a su cuarto con lágrimas en los ojos. En la cama, con la cabeza tapada
por la almohada, Martín intentaba no escuchar los desaforados pedidos de ayuda
de su madre en el pasillo del edificio. Deseaba estar en una pesadilla y,
cuando sus pies toquen el piso, tener una familia feliz como la de sus
amiguitos. Su padre entró a la habitación y le dijo que su madre se había ido.
Le prometió que todo iba a estar bien. A partir de esa mentira, Martín aprendió
que en la vida un deseo no bastaba para que las cosas malas dejen de ocurrir.
Esa noche, los minutos duraron una eternidad y el edificio se dividió
en dos, como sus vecinos. Estuvieron los que escucharon el pedido desaforado de
una mujer golpeada y los que miraron hacia otro lado, ocultándose en las
sombras de su intimidad. Los primeros, héroes anónimos en esta historia, le
ofrecieron ayuda y contención a Graciela dándole fuerzas para decir basta, para
hacer la denuncia.
La mujer logró ganar la batalla contra la vergüenza y el miedo
para salir de esa prisión doméstica. Ella sabía que sus cicatrices (y las de su
hijo) iban a dejar profundas marcas en su piel. Oscuras marcas que se irían
aclarando con el tiempo para convertirse en pulsión de vida, en un irrefrenable
deseo de ser feliz.
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