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Llegué al departamento a eso de las
nueve de la noche y H me recibió con calidez, como si fuéramos viejos
conocidos. H tenía un departamento de artista. En el living había una biblioteca
atiborrada de libros, paredes saturadas de pinturas, retratos e instrumentos
musicales por todos lados. La mesa estaba puesta con delicadeza. El mantel
blanco hacía juego con las cazuelas cuadradas en las que sirvió un delicioso
risotto de hongos acompañado por una garrafa de vino tinto. Nos sentamos
enfrentados y empezamos a comer. Al principio, no hablamos mucho concentrados en la comida pero durante el segundo plato H me empezó a
hacer preguntas como si fuera un entrevistador. “¿Si pudieras ser un animal
cuál serías y por qué?” Me acuerdo que quise ser un Cóndor para poder volar y
observar el panorama desde lo alto de una montaña. Sin dejar que me reponga me
hizo otra pregunta más: “¿Si pudieras convertirte en un personaje histórico cuál serías?” Vi el retrato del Che en su pared y no dudé en responderle pero
después me quedé pensando si realmente quería convertirme en un mártir. Se me
vino a la cabeza Jack Kerouac, mi nuevo héroe literario, y se lo dije. Quería
dedicarle este viaje a él, tomando la idea romántica de rodar sin rumbo, guiado
por eventos y personas que aparecen en el camino gracias a la magia del
azar.
H escuchó en silencio mis
palabras, la visión que tenía del mundo y cómo se empezaba a desmoronar ante mis ojos. Le hablé de mi pasado militante, del peso de las responsabilidades
para hacer una revolución que parecía tan lejana en el horizonte. Le conté lo que significaba ir a las fábricas bajo el frío de la
madrugada para repartir panfletos de organizaciones
sindicales combativas, la contradicción que sentía cuando me paraba en las
esquinas con el periódico del partido luchando verbalmente para que la gente me
escuche, el miedo ante la represión policial en las movilizaciones y, también, sobre el espíritu de camaradería entre
compañeros cuando tomábamos la universidad, lanzábamos fervorosos discursos en las asambleas y nos enroscábamos con discusiones
eternas, imposibles de resolver. También le hablé del otro aspecto del activismo. Esa necesidad de socializar
con personas que comparten una visión crítica del mundo, que sueñan con tomar el cielo por asalto y sus ojos les brillan cuando el pueblo sale a luchar por lo suyo en cualquier parte del mundo. A mi ex la conocí militando en la facultad. El marxismo
representaba una ruptura radical con los valores cristianos y conservadores de
su familia. M había empezado a estudiar medicina pero durante la cursada
comenzó a darse cuenta que sus intereses pasaban por otro lado. El año
siguiente se cambió a Sociología e inició su militancia en una agrupación
universitaria guevarista que levantaba los principios de la revolución cubana y
sus métodos para la liberación del pueblo latinoamericano. Cuando ella se acercó al partido estaba saliendo con un chico que
militaba con nosotros y lentamente empezó a formar parte de nuestro círculo de
amigos. En ese momento no hablamos mucho pero yo sabía que era buena onda, alegre, que se sumaba a las fiestas y se solía quedar con nosotros
después de militar para tomar unas cervezas en el estacionamiento de facultad
que habíamos convertido (después de usurpar el espacio durante una toma) en un
anexo del bar del centro de estudiantes.
El tiempo pasó, ella se separó, y durante un verano que compartimos en la ciudad (ambos habíamos cambiado de trabajo ese año y no teníamos vacaciones) la amistad se profundizó para convertirse en enamoramiento. Antes de cumplir nuestro primer aniversario de novios nos mudamos y vivimos juntos casi cuatro años. M fue mi amiga, mi compañera y una de las personas con las que más disfruté pasar mi tiempo. Nuestra separación, dos meses antes de viajar a Europa juntos por primera vez, no fue sorpresiva pero sí un trago amargo. Los proyectos de vida se fueron distanciando como la bifurcación de una autopista y durante el último tiempo parecíamos dos extraños que compartían el mismo techo. Creo que M esperaba que viajemos para tomar una decisión pero yo no lo pude soportar. El espacio que nos alejaba era demasiado grande y cada vez que miraba sus ojos apagados sentía la tristeza de los que saben que algo se terminó pero se aferran con fuerza para no asumir la pérdida.
El tiempo pasó, ella se separó, y durante un verano que compartimos en la ciudad (ambos habíamos cambiado de trabajo ese año y no teníamos vacaciones) la amistad se profundizó para convertirse en enamoramiento. Antes de cumplir nuestro primer aniversario de novios nos mudamos y vivimos juntos casi cuatro años. M fue mi amiga, mi compañera y una de las personas con las que más disfruté pasar mi tiempo. Nuestra separación, dos meses antes de viajar a Europa juntos por primera vez, no fue sorpresiva pero sí un trago amargo. Los proyectos de vida se fueron distanciando como la bifurcación de una autopista y durante el último tiempo parecíamos dos extraños que compartían el mismo techo. Creo que M esperaba que viajemos para tomar una decisión pero yo no lo pude soportar. El espacio que nos alejaba era demasiado grande y cada vez que miraba sus ojos apagados sentía la tristeza de los que saben que algo se terminó pero se aferran con fuerza para no asumir la pérdida.
Cuando terminé de hablar, H me
sirvió más vino y me dio a entender que él en su juventud había pasado por una
situación similar. Yo pensé que me iba a soltar el trillado discurso que afirma
que cuando somos jóvenes todos somos idealistas pero el paso del tiempo nos
hace buscar metas más “realistas” pero me dijo algo completamente distinto:
“Los valores que tenemos, nuestra ideología y la formación que podemos adquirir
en diversos campos culturales y académicos no son más que una estructura vacía
si no iniciamos un camino de exploración introspectiva”. Sus palabras resonaron
mucho más fuerte de lo que hubiera podido imaginar. Lo comparé con la
dialéctica, aquel movimiento que pone en tensión dos supuestos opuestos que, en
el punto más álgido de la contradicción, superan la dualidad para conformar una
nueva unidad: “Lo externo está interiorizado en nosotros de la misma manera que
lo interno se exterioriza hacia fuera, porque técnicamente no existe ni un
afuera ni un adentro más que en nuestra mente” Dijo mi anfitrión y me
quedé pensando sobre mis propios desbalances.
La conversación siguió y pasó por diferentes
temas que mostraban la cultura general de mi anfitrión que hablaba con la misma
facilidad de música, filosofía o literatura. H se paró de la mesa con su
camisa floreada y se puso a ojear libros hasta que encontró el que buscaba. Se
volvió a sentar, cruzó las piernas, y me preguntó con una mirada intensa si
quería escuchar una poesía. Cuando le dije que sí, buscó en el libro una página
marcada y me recitó:
Aquel que construyó los cielos e hizo las estrellas
y diseñó la mente y el alma para hacer la humanidad
Ató todos sus hilos del ser en un nudo
Y luego perdió la hebra que envuelve esta maraña cósmica
La poesía sufí es producto de las
mentes más agudas de esta corriente musulmana que combina el hedonismo como
símbolo de amor a la vida con la espiritualidad y el autoconocimiento como
forma de liberación, dijo después de soltar los versos. “Lo que a menudo se
ignora es que la libertad, al igual que la justicia o la verdad, es una realidad
originada en el ser. Liberarse quiere decir identificarse con ella,
encarnarla”. Con la voz seductora de un intelectual seguro de lo dice, H me relató la vida de Rumi uno de los poetas más reconocidos del sufismo. Lo más lindo de la historia de estos personajes es que el mito y la realidad se unen en una serie de
sucesos que se mezclan para nunca develar cuando empieza uno y termina el otro.
Rumi pasó de ser un honorable juez islámico y respetado maestro sufí a dejar
todo por la poesía y el baile. La danza suma (un hermoso baile
giratorio) representa la unión entre los individuos y la divinidad. Esa
conexión fue tan potente para Rumi que hizo que su vida y percepción del mundo
cambie para siempre. En vez de quedarse con lo construido, buscó alinearse con
lo que le pedía la realidad de su nuevo ser y dio un salto al vacío. Una vez
más, el relato de mi anfitrión daba de lleno en su objetivo y yo, tambaleado por
las numerosas copas de vino que había tomado, me rendía frente a una confusión
mental que era extrañamente clarificadora.
A medida que nos acercamos a la
medianoche H fue dirigiendo la charla hacia el terreno sexual con un
manejo del discurso envidiable. Me habló de sus parejas, su ex novio y ese día
que salieron a festejar ese poema suyo que se hizo viral en YouTube y terminó
en orgía. “¿Crees en las casualidades?” Me preguntó haciendo referencia a
nuestro encuentro y me repitió eso que me había dicho por teléfono unos días
antes: “Sabía que te tenía que conocer”. Al no recibir una respuesta mía, continuó
diciéndome que sentía una conexión muy fuerte conmigo en todo sentido. Empecé a
sentir una incomodidad creciente seguida por una leve tensión cuando le dije
que había disfrutado mucho la cena y aún más la charla pero que, en mi caso, la
conexión no se trasladaba al plano físico. El interés de continuar con la
charla se fue diluyendo después de mis palabras. Con una sutil frialdad H me mostró el sillón donde podía dormir y me dijo que dejaba la puerta abierta
para que salga tranquilo por la mañana ya que él estaba muy cansado e iba a
dormir hasta tarde. Dormí unas horas y, sin hacer ruido, salí del departamento
sin entender porque me sentía un poco avergonzado. Caminé por las frías calles
hasta la Plaza Catalunya para tomar el bus hacia el aeropuerto y en el trayecto
me quedé pensando cómo la vida nos ofrece gurús de las formas menos
esperadas.
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