Espejos

—Y qué onda vos ¿estás en una relación abierta?—Le pregunté a mi cita ya sabiendo la respuesta pero con la necesidad de bajar a la mesa lo que revoloteaba en el ambiente. 
—Algo así, me da cosa contarte esto—Celeste tomó un trago de cerveza roja ruborizada como su cara y siguió—Digamos que le dije a mi novio que me gustaba alguien y le planteé abrir la relación, cosa que mucho no le gustó porque no venimos muy bien. 
 —Es como tirar un poquito de nafta al fuego ¿no? 
 —Y si. Por un lado me da culpa estar acá sin haberlo acordado con mi pareja pero por otro lado siempre me dijeron que tenía que explorar mi lado más acuariano—Celeste sonrió y sus ojos claros adquirieron un brillo húmedo—Son hermosas las astroexcusas. 
 —No fallan nunca. El universo contiene suficientes variables para justificar cualquier tipo de decisión, son lo más. 
Las primeras citas tienen ese elemento difícil de explicar. Son como un sutil baile de incertidumbres e implícitos donde bordamos los límites de la fantasía y realidad. Nos permitimos crear personajes y proyectarlos sobre el otro. Siempre hacemos lo mismo. A veces pienso que las relaciones humanas son como las casas de los espejos que salen en las películas. Nos reflejamos deformados sobre espejos-persona que a la vez se reflejan deformados sobre otro receptáculo lumínico y así sucesivamente. Nadie se entiende realmente pero flasheamos que sí. Mi teoría es que cuando realmente comenzamos a ver al otro sin las deformidades del espejo nos decepcionamos tanto que tendemos a alejarnos. Cortamos vínculos y empezamos de nuevo. Ahí es donde aparece la magia de las primeras citas, esa hermosa fantasía de reinvención que se eleva como el mito del ave fénix. 
Acá estábamos, en otra vieja nueva cita. Ella de novia y yo soltero. Tal vez me iba a convertir en el clavo que saca otro clavo. O, en una de esas, iba a representar la confirmación de que las cosas no estaban tan mal. Tengo que admitir que me gustaba ese rol. Me sacaba presiones y me permitía divertirme en una situación en la que las expectativas oscilaban entre lo difuso e inexistente. Seguimos hablando y dando sorbos a las cervezas. Si hubiese sido por mi hace rato te hubiera besado pero estábamos enfrentados en una mesa ancha de madera. Mi mente divagaba y me preguntaba qué lugar era el más apropiado para besar a una chica comprometida (el bar parecía muy público pero la calle un tanto adolescente). 
—¿Querés tomar otra birra o ir a caminar un rato?—Te pregunté. 
Terminaste decidiendo por mi. Pagamos la cuenta y empezamos a caminar por las calles grafiteadas de Villa Crespo. El ladrido de un perro lejano le daba algo de vida a la oscuridad de las calles donde la gente pasaba con la cabeza gacha, enroscada en sus asuntos o con el celular en la mano. Un comentario y nos miramos. Era el momento del salto al vacío y, atolondrado, acerqué mi rostro al suyo esperando que esos lindos ojos se cierren y no se echen para atrás con la mirada perdida. Los ojos se cerraron y nos quedamos chapando en el medio de la calle como adolescentes. Hace cuatro años que no toca otros labios, pensé, mientras mis dedos acariciaban su mejilla. Quería darte el beso perfecto, no sé porque. Bueno, en realidad porque me acordaba lo que era estar del otro lado y quería que lo disfrutes pero después de un par de minutos ya no importaba nada. Estábamos chapando fuerte contra la pared cuando empezaron las secuencias. El problema de besarse en la calle es que te pueden interrumpir de cualquier manera y por suerte no fue un robo. Un señor cartonero, que pasaba por la calle con su carrito repleto de materiales reciclables, nos gritó: “!TELOO! En Juan B Justo hay un telo baratito 450 pe”. 
Nuestros labios se separaron y nos miramos con los ojos abiertos bajo una incómoda risa. Seguimos caminando y las calles se empezaban a iluminar por la cercanía a la avenida. Nos cruzamos a un grupo de adolescentes tambaleantes con botellas de colores en las manos mientras la música de los bares sonaba creando atmósfera de fiesta. 
—¿Y ahora qué hacemos?—Te pregunté una vez que detuvimos el paso en la esquina de Niceto. 
—Me parece que hoy ya llegué al límite de decisiones—Respondió ella devolviéndome la pelota con sutileza. 
—Tal vez el cartonero tenía un buen punto—Dije, medio en chiste medio en serio, y obtuve una sonrisa como respuesta. 
Seguimos caminando hasta Juan B Justo y, al doblar, una ráfaga de viento me hizo temblar del frío. Había cometido el error de dejar la campera en el departamento y lo peor es que que no podía abrazar a Celeste porque pensaba que cualquier exceso de cariño en la vía pública era una violación del contrato implícito de amante. Cuando llegamos al telo nos sumergimos en la oscuridad de la entrada donde se reflejaban luces de neón rojas. Para colmo en la caja había cola. Delante nuestro había una pareja de más de cuarenta años y otra de veinteañeros. Mientras esperábamos jugamos a adivinar las historias de las parejitas. Primero analizamos a la pareja más grande: 
—Seguro que son amantes que se escapan un rato de sus matrimonios—dije metiendo el dedo en la llaga sin darme cuenta. 
—Para mi son una pareja que está buscando reavivar su vida sexual—C los miró con disimulo.
—¿No ves como se agarran las manitos? Es obvio que ahí hay amor. 
—Bueno igual pueden ser dos amantes que se re aman también ¿O no? 
—Tal vez. 
—¿Y los otros dos?—Decidí cambiar de pareja porque sentí que la cosa se estaba poniendo incomoda. 
—Esta es su tercera salida, como todavía viven con sus padres y no tienen tanta confianza vienen al telo a coger. 
—Imposible contrastar hipótesis cuando la tuya sonó tan precisa—Le dije admitiendo la derrota. 
Las parejas se fueron yendo y llegó nuestro turno. Nos dieron una habitación barata en el quinto piso. Tomamos el ascensor y subimos. El espacio del hall de distribución era diminuto, hacia la izquierda había una especie de cuarto de limpieza y cruzando observamos una puerta entreabierta que supusimos que era nuestra habitación. Mirando la cama con sus sábanas apelmazadas y la decoración ochentosa del lugar tomé noción que habían pasado muchos años desde mi última vez en un telo. La situación era tan bizarra como excitante y no tuve que preguntar nada para darme cuenta que Celeste estaba en la misma sintonía. Volvimos al beso pegajoso, mojado, simbiótico. Ahora teníamos el elemento horizontal. Nos sentamos en la cama y empezamos a tocarnos por debajo de las remeras. Un beso en el cuello. Una lengua en la oreja. Los labios que bajaron hacia un escote que crecía. La hermosa sensación de explorar un cuerpo desconocido. Me daban ganas de jugar por horas, sacarte cada prenda lentamente hasta que quedes solo con tu bombacha. Pasé mis dedos sobre la textura del encaje negro humedecido. Mis yemas tenían vida propia, me guiaban en un delicado baile que me llevó a rozar la frontera entre tus muslos y tu pelvis. Te corrí la última prenda y empecé a frotarte mirando, pervertido, tu cara de placer. Mis dedos mojados se acercaron a tus labios y, sin dudarlo, te los metiste en la boca. Me lamiste los dedos con delicadeza y con tu otra mano bajaste para comprobar mi erección. “Métemela” me susurraste entre gemidos. Estuve arriba solo unos segundos hasta que me diste vuelta con violencia. Desplomados en la cama nos quedamos acariciándonos, respirando el aire viciado de la habitación que nos recordaba en cada momento que ese telo era nuestro lugar en el mundo. 
En silencio nos vestimos y bajamos por ese ascensor que tardó una eternidad en bajar a planta baja. Tu rostro era una sombra y te fuiste alejando tan gradualmente que me cuesta recordar el momento en que dejé de verte.

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