Maldito poeta

¿Cuál es la diferencia entre un poeta y un vagabundo? Me preguntaba retóricamente Arturo cada vez que nos cruzábamos. Siempre respondía algo distinto, algunos días desvariaba por completo mientras que otros, con una simple frase, nos regalaba destellos de su desquiciada lucidez “El poeta finge más y vive mucho menos” me dijo la última vez que nos vimos. “Si un poeta se pusiera en la piel de un vagabundo podría describir el mundo tal cual es, con la crudeza y libertad de quién no tiene nada” sentenciaba. 
Cada palabra de Arturo me demostraba la distancia entre los poetas de verdad y los de café. Los primeros eran conscientes de que ser poeta era un trabajo de tiempo completo y estaban dispuestos a convertirse en concertistas de sus propios demonios. El resto de los poetas se autodenominaban así para pertenecer y alardear con ello, la gran mayoría de los que frecuentábamos el bar entrábamos en este grupo. Nuestras vidas se alternaban entre la cotidianeidad de las rutinas (los clubs o eventos literarios son el ejemplo perfecto) y la salvaje comodidad de nuestro entorno con sus fiestas, eventuales episodios de sexo casual y consumos que nos daban la apariencia de rebeldes bohemios cuando en realidad solo vivíamos adormecidos.  
Podría decirse que las visitas de Arturo al bar eran un tanto erráticas, algo así como visitas de último recurso. A veces se asomaba de madrugada, con sus amigos marineros o con un poeta que lo seguía por todos lados como perro faldero. Aparecía cuando todos estaban lo suficientemente ebrios para invitar algunas rondas o descuidar sus vasos en medio de discusiones enardecidas. Luego desaparecía por semanas, o inclusive meses, supongo que cuando se obsesionaba con algún proyecto o conseguía vivir a costa de alguien con mejores recursos que ordinarias poesías y tragos baratos. 
Al cabo de un tiempo todos los distinguidos miembros de nuestro grupo lo empezaron a odiar. Casi siempre caía al bar en medio de una loca aventura, se emborrachaba y empezaba a recitar poemas capaces de desgarrar el alma de cualquier transeúnte ¿Cómo puede ser que este pendejo zarrapastroso sea mejor que nosotros? pensaban con seguridad mis colegas carcomidos por la envidia.
Un día escuchamos el rumor de que habían herido de bala a Arturo, que le habían disparado en una discusión violenta. Cada día que pasaba las personas le agregaban algo nuevo a la historia, algunos decían que estaba al borde de la muerte, otros que su amante le había disparado en una sangrienta pelea. La semana siguiente Arturo vino al bar en perfecto estado y nadie le preguntó nada. Yo lo notaba ausente y el resto hacía un esfuerzo sobrenatural por ignorarlo. Hubiera deseado tener la valentía de decirle algo, poder acompañarlo en sus travesías, ser su hombre de confianza. Muchas veces tenía la impresión de que nuestras conversaciones adquirían un carácter íntimo. A veces se soltaba un poquito y me compartía alguna confidencia  pero, cuando alguien más se acercaba, se recluía en sus pensamientos y se dedicaba a escuchar la conversación con la mirada perdida. Cuando Arturo se retiraba de la habitación los poetas se hacían un festín. Afirmaban que se había vuelto loco, que era un invertido incurable y que lo habían internado en un manicomio después del último incidente pero se había fugado. Yo me quedaba callado (deseando tener las agallas para contestarle a esos mediocres) y recordaba fragmentos de nuestras conversaciones, como cuando hablábamos del puritanismo de la intelectualidad francesa y él me dijo que la moralidad es la debilidad del cerebro echándose a reír como un loco mientras vaciaba su copa de un saque.
Como era de esperar, un día Arturo desapareció de la ciudad. Su mito creció a medida que los rumores le adjudicaban graves delitos, travesías a pie por oriente y, luego, una muerte segura (nunca más vimos publicado un poema suyo). A medida que pasaron los años, los poetas dejaron de frecuentar la taberna y yo me pasé la vida intentando escribir los recuerdos de aquellos gloriosos meses con el arrepentimiento de los frustrados,  esos hombres que nunca tuvieron las agallas de emprender las aventuras que desearon y se conformaron a vivir en la sombra de sus propios sueños. 

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