Paranoia

El espeso y agrio humo se esparce por la pequeña habitación como la niebla en una ciudad gris. Fumo un porro para quitarme el dolor porque si no estuviera re loco probablemente intentaría volar mis sesos. Estoy perdiéndome con la yerba, viviendo cada día como si fuera el último. Yo sé que esto es un arma de doble filo. El efecto de la droga relaja cada músculo de mi cuerpo pero me desata una paranoia voraz. Escucho pasos en el pasillo alargado de la pensión e imagino a mis enemigos cruzando la puerta a balazos. También flasheo que la gorra patea la puerta para detenerme o matarme ¿Por qué lucho para vivir si solamente vivo para morir?
Un razonamiento choca violentamente contra el otro y me obstruye el cerebro. Me pregunto qué fue de mi vida, en qué momento se escurrió de mis manos como la fina arena que se escapa de un puño entrecerrado. Después empiezo a maquinarme la cabeza sobre lo que hubiera sido de mí si hubiese tomado otras decisiones. Retrocedo. No me arrepiento de nada. Arrepentirse es de cagón, de tímido.
Los tímidos nunca la ponen decía mi amigo Tonga mientras tomaba un trago de birra en la esquina.
Somos mi fierro y yo, solos en el mundo. Lo cargo y lo descargo en un acto reflejo. Pruebo que no se trabe y me aseguro que tenga el cargador lleno. Si vienen por mí me los voy a llevar conmigo. Ya tengo la suerte echada, soy un fantasma en estos campos de muerte asfaltados.
El barrio fue como un campo magnético que me atrajo a la vida criminal. Me crié admirando a los pibes (especialmente a mi hermano mayor) porque ellos eran los dueños del barrio. Eran dueños de sus vidas, si querían algo lo tomaban sin preguntar. Nacieron en el barro y se irguieron orgullosos.
¿Qué vas a hacer amigo? Me preguntaba el Loro irónicamente ¿Vas a ser un gil laburando 12 horas de repositor en un supermercado por dos mangos? En un día gano más de lo que ganan estos bobos en un mes.
Los mejores autos, la mejor ropa, las mejores chicas.  La vida de alta gama que veíamos en la tele y que nunca imaginábamos poder tener. Cuando era pibito y coqueteaba con la muerte, jugaba a la ruleta rusa y creía que la muerte era un juego. Me creía el protagonista de una película de acción, hasta que me di cuenta que en este juego la sangre es real y la muerte es tan cotidiana como el asadito en el barrio los domingos al mediodía.
Cuando perdí a mi hermano una parte de mí se escindió por completo. Fue el primer día en que pensé en la soledad y me aterrorizó (incluso más que la muerte). Viéndolo en retrospectiva, fue el día en que me convertí en hombre. Dejé de ser un nene que jugaba a ser un gangster y mi mundo de fantasía se derrumbó bajo una implosión violenta.
Quise salir, escapar, empezar de nuevo. Pero esta vida te arrastra a un callejón sin salida. El día que decidís salirte es el día en el que caes, el famoso karma del delincuente. La gorra me la tenía junada y cuando caí en cana soltaron el rumor que había delatado a mi banda para que me bajasen la pena. En nuestros códigos esto es una sentencia de muerte.
Estoy viviendo bajo una paradoja. Estoy libre y, a la vez, nunca estuve más encerrado en mi vida. Fumo una seca más del porro para anestesiarme del dolor. Mi dolor y el de los que no están, que se desvanece en el aire impregnándose en los que aún vivimos como una fina capa de cera en una madera antigua.
La cabeza me da vueltas y mi cuerpo está bañado de un sudor frío. Con el arma en la mano miro cada rincón de la pieza como si estuviese vidriada pero no veo nada. Detecto un sonido agudo y repetitivo en el picaporte de la puerta. Un fuerte golpe la abre de forma súbita y simultáneamente mi dedo se desliza sobre el suave gatillo de metal de mi 9 milímetros. Un sonido seco precede el impacto en una frente que se tiñe de rojo. Las lágrimas comienzan a brotar de mis ojos cuando observo la cabellera larga y el cuerpo de mujer que cae pesadamente al piso sin vida.

Apoyo el frío caño de metal sobre mi sien y la escena se desvanece bajo un telón blanco que lo cubre todo.

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