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Las pupilas se posaban fijas sobre el
cristal de la ventana. Los ojos verdes de Clara aparentaban dirigirse hacia el
paisaje en movimiento de la ruta pero se centraban en el rostro del joven
barbudo de copiloto. La mirada contemplaba los finos labios en movimiento, las
cejas fruncidas y la contracción de los cachetes delgados, con arrugas
expresivas en la comisura de los labios. Enfocada en los detalles del rostro,
la pelirroja quedaba absorta en su mar de pensamientos. No procesaba ni una
palabra de la conversación de los jóvenes que se presentaba como un deja vu
constante. Sistemáticas discusiones en formato de guerra de egos. Interminables
batallas intelectuales que viciaban el aire del auto y la obligaban a colgarse,
a surfear en las interminables olas de su psiquis, algo que solía irritar
a los poetas que la usaban para ganar las distintas discusiones. Si tan solo
les pudiera decir—pensaba Clara— que el motivo por el cual me quedo
callada y pensativa no es mi idealismo romántico (como tanto me achacan)
sino porque me aburren sus pajas intelectuales. Me aburre la batalla de
machos alfa que montan todos los días en el coche aunque se jacten de
feministas y citen de memoria los pasajes de la obra de Simone de Beauvoir. Si
tan solo pudiera hablar, mostrarles que no soy esa chica callada que piensan
ustedes. Demostrarles que tengo tanto que decir. Si tan solo pudiera callarlos
cuando critican lo que escribo. Ya sé que no son escritos pulidos como los
suyos, pero tienen vida. Reflejan sentimientos reales, no
proyecciones mentales o copias estilísticas de sus autores preferidos. La
bronca empaña los ojos de Clara. El cartel indica la llegada a la estación de
servicio. El auto se detiene.
Pablo se sentó al lado de Clara
mientras el ángel barbudo (broma interna en alusión a su escritura beatnik)
estaba en el baño. Gracias al corpulento conductor los tres estaban metidos en
el viaje. Una especie de trillado rito de iniciación literaria fue la idea.
Clara lo veía más como una excusa para abandonar la carrera de Letras. Tantas
veces le habían quemado la cabeza con eso de que no se estudia para ser
escritor. Tantas veces le habían dicho que había que vivir la vida y acumular
experiencias para escribir ¿pero qué carajo es lo que hay que vivir?
Ahí se encontraba, en medio de un
incómodo triángulo amoroso (que no es tan divertido como parece) peleándose
todos los días con un talentoso escritor con forma de ángel y apoyando su
cabeza sobre los musculosos hombros del aspirante que lo único que pretendía
era dañar el ego masculino de su amigo y rival. La cabeza había encontrado el
punto justo para la meditación con los ojos abiertos cuando sintió las suaves
manos del ángel que masajeaba su espalda y una fría corriente eléctrica se
dispersó por su cuerpo. El ángel abandonó los masajes y extendió sus brazos
para incluir en un abrazo grupal al conductor. Los flashbacks del viaje pasaron
como diapositivas en el armario de recuerdos de Clara. De repente, la joven se
paró y besó la frente de los dos hombres. La escena se volvió frenética cuando
las delgadas piernas de la poeta aceleraron a toda velocidad hacia el Fiat. Los
brazos se le pusieron rígidos, con un movimiento brusco se colgó la pesada
mochila en la espalda e, intempestivamente, Clara partió hacia la
inmensidad de la ruta frente a la mirada incrédula de los dos poetas.
No pasó ni media hora para que un auto
frenara y la llevara a nuevos destinos. La sonrisa de Clara dibujaba su hermoso
rostro mientras una sentencia quedaba grabada en su retina: “No soy una groupie. No soy una musa. Soy una gran escritora. Nunca más voy a ser el
personaje secundario de una road movie berreta”.
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